Ser arquitecto va más allá de diseñar planos o levantar edificios. Es una forma de entender el mundo, de imaginar soluciones y de traducir sueños en estructuras tangibles. En mi caso, el origen de esta pasión se remonta a casa, específicamente a mi papá. Aunque no fue arquitecto de profesión, sus enseñanzas marcaron profundamente la forma en la que hoy ejerzo esta disciplina. En este artículo, quiero compartir las lecciones de vida y valores que heredé de mi padre, y cómo estas han influido en mi camino como arquitecto.
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La importancia de observar antes de actuar
Desde pequeño, mi papá me enseñó a observar los detalles, a detenerme y analizar antes de tomar decisiones. Recuerdo que cuando salíamos juntos, siempre encontraba algo interesante en las calles: un balcón con formas inusuales, una casa mal ventilada, una barda con grietas. Esos momentos me entrenaron para desarrollar una mirada crítica y sensible, dos habilidades clave para cualquier arquitecto. Hoy, cada vez que visito un sitio o estudio un terreno, siento que estoy aplicando ese primer aprendizaje: mirar, analizar y luego imaginar.
Disciplina y constancia: el diseño no se improvisa
Otra gran lección fue la disciplina. Papá siempre decía: “Haz las cosas bien, aunque te lleve más tiempo”. Esa frase cobra sentido en cada proyecto arquitectónico. Diseñar bien no es producto de la inspiración momentánea, sino del trabajo constante, de la iteración, del cálculo y de la prueba. Ser arquitecto exige precisión, planeación y responsabilidad, cualidades que heredé al verlo ser meticuloso con sus propios oficios.
Amar lo que haces, aunque nadie lo entienda al principio
Ser arquitecto a veces significa defender tus ideas cuando pocos las comprenden. Mi papá me mostró, con el ejemplo, que uno debe amar lo que hace, incluso si no siempre recibe reconocimiento inmediato. Cuando en la universidad presentaba proyectos disruptivos o poco convencionales, y recibía críticas duras, pensaba en su actitud: él no necesitaba aplausos para saber que estaba haciendo bien su trabajo. Esa convicción me ha ayudado a confiar en mis diseños, a argumentar mis propuestas y, sobre todo, a disfrutar del proceso creativo.
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La sensibilidad por los espacios habitados
Mi padre no diseñaba casas, pero entendía el valor de un hogar. Sabía dónde debía entrar la luz por la mañana, cómo colocar una silla para conversar o cómo adaptar un espacio para sentirse cómodo. Esa comprensión intuitiva del espacio me enseñó que no basta con que un edificio se vea bien: debe sentirse bien. Hoy, en cada proyecto residencial que desarrollo, pienso en cómo lo habitará una familia, cómo caminarán los niños por el pasillo, dónde se reunirá la gente a platicar. La arquitectura es emocional, y esa sensibilidad me la inculcó él.
Valores que hacen a un gran arquitecto
Además de habilidades técnicas, papá me dio valores humanos que aplico día a día en mi carrera como arquitecto:
- Respeto por el entorno: Me enseñó a no destruir, sino a convivir con la naturaleza.
- Responsabilidad social: Que lo que construyamos sirva a la comunidad.
- Escucha activa: Saber oír a los clientes, usuarios y compañeros de obra.
- Humildad profesional: Nunca dejar de aprender, ni subestimar el conocimiento de otros oficios.
Ser arquitecto es también ser hijo
Hoy que soy arquitecto, y que papá ya no está conmigo físicamente, reconozco que gran parte de lo que soy en mi profesión se lo debo a él. No sólo por lo que me enseñó con palabras, sino por lo que me mostró con sus actos. Porque ser arquitecto no es solo dibujar, sino también conectar con las personas, soñar en grande y tener los pies bien plantados en la tierra.
Ya para terminar: El verdadero costo de ser arquitecto
En un mundo cada vez más automatizado y digital, no debemos olvidar que la arquitectura nace desde lo humano. Y muchas veces, nuestras mejores herramientas no vienen de la universidad o del software más avanzado, sino de esas enseñanzas cotidianas que nos dio nuestra familia. En mi caso, lo que aprendí de papá no solo me hizo mejor arquitecto, sino mejor persona.
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